El aporte genético de nuestros padres, influye directamente, no solo, en nuestra apariencia física; sino también en nuestro carácter y la forma de relacionarnos con otros. Muchas de nuestras conductas y rasgos emocionales distintivos, tienen su origen en caracteres hereditarios. La alegría, la actitud positiva, la inteligencia matemática, espacial; la extraversión, la impulsividad, la facilidad de adaptación; el trabajo en grupo, las artes e incluso la inteligencia emocional; están conformadas por el equipaje genético. No obstante, el papel de las experiencias, y las circunstancias del entorno; son fundamentales en el desarrollo de la personalidad, de algún modo, al nacer nuestro carácter es como una pequeña planta, con características definitorias. Empero, la atención, el abono, el agua, y las condiciones climáticas; hacen de ella un robusto árbol o una débil maleza.
Las circunstancias sociales terminan de “hacernos”, de moldearnos; gracias a nuestra innata capacidad de reflexión. A medida que crecemos vamos adquiriendo un concepto propio, una forma de vernos a nosotros mismos. Es así, como empezamos a relacionarnos. Y de los aciertos o descontentos de esas relaciones, aprendemos a fortalecernos; a identificar las relaciones familiares, de amor, laborales y de amistad.
Hacernos consientes de nuestras emociones y características, nos permite afinar con mayor fluidez nuestros sentimientos, y al estar conectados con estos; logramos sintonizar con nuestros semejantes, generar empatía, compenetrarnos como especie social.
Hacernos consientes de nuestras emociones y características, nos permite afinar con mayor fluidez nuestros sentimientos, y al estar conectados con estos; logramos sintonizar con nuestros semejantes, generar empatía, compenetrarnos como especie social.
Al familiarizarnos con el entorno y sentir que encajamos dentro de este, logramos discernir, la verdad del prejuicio, la expectativa de la realidad; las consecuencias de nuestros actos, nuestros verdaderos límites, y la repercusión del proceder de otros sobre nosotros mismos.
Aprender de cada experiencia como una oportunidad enriquecedora, identificar esos aspectos innatos de nuestro carácter y mejorar con base en ellos; cultivar el crecimiento constante, dejando de lado lo inútil. Nos lleva a moldear nuestra personalidad hacia el ideal que propendemos cada día, y convertirnos en aquel arbusto sano, fuerte y frondoso que brinde sombra a nuestros semejantes.
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